Por Pablo Soto.

Raro.  Un par de grados bajo cero nada tienen que ver con un infierno, con la representación que tenemos del infierno. Llegar al recital de Las Pelotas, el último antes de tomarse un descanso que nadie puede descartar que no sea definitivo, nada tuvo que ver con lo que creemos del infierno. La ciudad estaba congelada, pero no quieta. No llegamos al infierno. Pero lo vimos. Y vimos que se puede estar y que algo de verdad tenía eso de que “el infierno está encantador”.

El poeta francés Arthur Rimbaud, dicen los que saben, inventó gran parte da la poesía moderna allá por fines del siglo XIX. Parece que el tipo era un muchacho proclive a los excesos. Parece que esos excesos eran un modo de conectarse con ciertas verdades que son ocultas a nuestra percepción moldeada. Parece que el tipo tenía algo con su modo de percibir el mundo y quería ponerlo en palabra y su lenguaje, digamos su idioma, no le servía. No le bastaba. Los condicionaba en definitiva. Entonces escribió “Una temporada en el infierno”. Más tarde, cansado de lidiar con el lenguaje o con el mundo, que para su caso es lo mismo, dejó de escribir. Había nacido otro Rimbaud. “Una temporada en el infierno”, inaugura desde y en el lenguaje un nuevo modo de sentir. Digamos, arriesgando, que Rimbaud se inventa con palabras un aparato para sentir más fiel a sí mismo.  Claro, un infierno personal. Un destruirse para reconstruirse. Un descenso a los infiernos para nacer. Yo creo que Las Pelotas llevaron adelante el mismo proceso.

El recital de Las Pelotas es un muestrario infernal. Si entendemos por infierno el lugar para expiar una vieja forma de sentir y dar cabida a otra. Tuvieron su propio infierno: pérdidas, derrotas, persecuciones, búsqueda de nuevos lenguajes, excesos. Todo eso aparece en toda su discografía, pero es en el vivo, donde ese proceso se hace carne, nace.

Mi imagino a Rimbaud diseccionándose, dando vuelta su propia carne de modo que lo de adentro quede hacia afuera  y volviéndose  a unir si perder un segundo la conciencia. Así me imagino el proceso creativo de Las Pelotas. Eso fue el show de dos horas exactas que brindaron en el Predio Ferial de Comodoro Rivadavia ante, no muchos pero varios espectadores de más de 30.

Un catálogo infernal de sensibilidades posibles: rock, reflexión y oscurantismo, pop hiperbailable, baladas. Como un árbol, Las Pelotas se ufanan de su follaje: renovado, brillante, variopinto. Sin descuidar las raíces, firmes, robustas, clásicas. Hay toda una genealogía, ya que hablamos de árboles, entre Sin hilo y cuántas cosas por citar ejemplos de canciones que tocaron en el recital.  Y lo que hay es una nueva sensibilidad.

Es cierto, mis amigos, al menos los que lean esto, dirán que yo pensaba otra cosa. Un amigo me había advertido: “ya vi a las Pelotas, me pareció estar viendo otra banda”. Confirmo, Juan, Las Pelotas son otra banda. Tuvieron su infierno, y salieron de ahí siendo otros. Ni mejores ni peores, otros.  Tan otros que hasta parece que se sienten cómodos con la infernal ductilidad con la que tocan y componen. El recital duró dos exactas horas, demasiado para pasar una temporada en el infierno. Empezaron diciendo basta y cerraron pidiendo que brillemos. Todo un dato.  Brillamos pues, junto a Las Pelotas, acaso los últimos malditos del rock nacional. Qué no pase como con Rimbaud, que tuvieron que pasar décadas para que alguien entendiera que había inventado un nuevo modo de vincularse con el mundo.