Por Julián Arturo Spanos - Pasta de Campeón

Rusia fue un barrio argentino. Durante 15 días no importaba el nombre: Moscú, Nizhni, San Petersburgo o Kazán, todas fueron argentina pero a 15 mil km de distancia y sin mate.

Nos creímos, alguna vez, eso de ser la mejor hinchada del mundo, asumimos con responsabilidad ese rol y lo demostramos nuevamente. Las gargantas explotaban en cada rincón de las gigantes ciudades rusas al ritmo del PEPO y su versión de cancha “vamos Argentina, sabes que yo te quiero hoy hay que ganar y ser primero...” y en los estadios el “somos locales otra vez” tuvo sentido.

Sufrimos, nos enojamos, nos emocionamos y nos sorprendimos, porque esta copa no deja de sorprendernos y la pelota de fútbol rodando sobre el césped vuelve a demostrar que ella es la que manda, más allá de los papeles -por algo Quique Wolff la llamaba la “caprichosa”. Y así fue, festejamos que Alemania se volvió temprano a casa con la ilusión de llegar al séptimo partido sin tener que cruzarnos a nuestro fantasma.

Nuestro destino parecía llevarnos por el mismo camino pero saltó a la cancha el corazón, porque cuando lo deportivo sufre tantos altibajos, es lo único que nos puede salvar. Lo sabemos y así fue una vez más. La selección dejó todo en la cancha con rendimientos desparejos, algunas sorpresas y algunas decepciones pero la garra argenta logró imponerse ante Nigeria y la sensación en la gente fue “ahora no nos para nadie”.

Nos esperaba Francia, pero no tuvimos miedo. El partido estuvo lleno de emociones. Con el dos a uno a favor parecía que el partido se cerraba ahí, pero Mbappé dijo presente, el pibe de 19 años se cargó el equipo al hombre, sacó a relucir su hambre de gloria y nos arrimó al abismo. Empezamos a sentir la derrota. Pero esto es Argentina y ahí estaba el corazón otra vez que se escapaba por la garganta porque la esperanza es lo último que se pierde (y vino el gol de Agüero)... pero se pierde.

Y hasta el argentino conformista salió a la luz (mal de muchos, consuelos de tontos). Afuera Portugal -afuera Cristiano-, afuera España. Como si eso arreglara algo, pero no. Mientras se definían los partidos, nosotros seguíamos armando las valijas y ahí empezamos a caer en que el sueño mundial se había terminado. Obligados a secarnos las lágrimas por el adiós de un referente tan importante como Mascherano, a prender velitas pensando en la próxima Copa América, a rezarle a todos los santos para que Messi llegue a Qatar 2022 y pueda consagrarse con la celeste y blanca.

Mientras tanto, los rusos revivían. Lograban la hazaña de sacar del mundial a España y Rusia volvió a ser Rusia. Con la ausencia argentina en las calles de Moscú se comenzó a sentir el fuerte eco de “Russia” y los bocinazos de miles de vecinos que salieron a festejar el pase a cuartos como si hubiesen ganado la final.

Pero bueno ya está. Rusia 2018 ya va quedando atrás. Me llevo lo vivido: ver un flaco de River abrazado con el de Boca gritando por un mismo equipo, al nene de 10 años con su abuelo emocionados hasta las lágrimas gritando el gol de Marcos Rojo, al pibe que se desmayó al lado mío por la euforia, a la familia yendo a la cancha a ver un buen espectáculo y a los europeos cantando las canciones de argentina y volviéndose locos por nuestro 10.

Quedará por delante volver a la rutina, al trabajo diario y a los debates por cosas importantes que nunca dejaron de estar pero que el fútbol tapa cada cuatro años por un mes.

Hay que volver y pagar la tarjeta, con un dólar que corre más rápido que Mbappé en un contraataque.

Al final de cuentas lo importante es vivir la experiencia de disfrutar un mundial en carne propia, gritar un gol de Messi, alentar hasta romperse las cuerdas vocales.

Seguirá siendo así, el fútbol, como dijo alguna vez Arrigo Sacchi, “es lo más importante de las cosas menos importante”. Así es y así será. El mundial se terminó para nosotros, pero sigo gritando “Vamos, vamos, Argentina, vamos, vamos a ganar”.